fuente: msn.com
No podía para de llorar
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Una mujer nos relata cómo sobrevivió a los días más duros tras su divorcio y cómo consiguió superarlo.
Lo vi cuando volví a casa del trabajo: la alianza. Con una nota escrita en un folio. Mi marido decidió que nuestro matrimonio había terminado y dejó su alianza (una pieza antigua que elegimos juntos con mucha ilusión) y una carta sobre la mesa de la cocina. Una bolsa con cosas suyas había desaparecido. Todo era de película, con su carta manuscrita y todo. Estábamos atravesando un bache; buscamos un psicólogo especialista en problemas de pareja e intentamos (sin mucho éxito) que las cosas volviesen a funcionar. Así que podía que el final estuviese cerca. Pero, ¿así?
Después de estar casada durante unos años, das por sentado que siempre vas a estar así y te esfuerzas al máximo por construir una vida juntos incluso aunque el camino no sea fácil y te des cuenta de que has cometido un error. Nos conocíamos desde hacía seis años, cuando yo fui a Barcelona a visitar a unos amigos que él también conocía. Montamos en bicicleta, curioseamos librerías, estrechamos lazos a través de Proust y bombones, modernismo y comida tailandesa. Nos besamos por primera vez junto a la Pedrera. Pero ni la literatura ni la arquitectura pudieron evitar que se extinguiera la llama del matrimonio. Puede que separarse fuera la decisión acertada pero, aunque entonces no era consciente, quería ser yo la que diera el primer paso. Mi ego estaba tan pisoteado que no me daba cuenta de que, fuera quien fuera el que diera el primer paso, yo sería más feliz estando sola. En ese momento fue un mazazo.
Cómo empecé a llorar
"Dios-mío-dios-mío" empecé a sollozar cuando vi ese pequeño bodegón sobre la mesa y llamé rápidamente a mi hermano y a mis dos mejores amigas. Ellos vinieron inmediatamente y fueron testigos de mi caída en picado. Empecé a llorar sin parar. En serio. Me fui a la cama y sollocé descontroladamente. Esta situación duró semanas, aunque me levantaba para ir a trabajar y esas cosas. No podía ni comer. Perdí 8 kilos (y eso que ya estaba delgada). Me sentía débil y eso me hacía ser aún más vulnerable emocionalmente.
Durante casi un año, no pude controlar mis lágrimas: en el metro, detrás de las gafas de sol, andando por la calle, cuando veía alguna pareja (¡las parejas! Eso eran lo peor. Y estaban por todas partes: agarrados, cenando, riéndose). Algunos de los objetos que quedaban en nuestro apartamento abrían las compuertas de mis lágrimas: el ramo seco de nuestra boda o el vestido de novia en el armario, cartas y fotos que estaban repartidas por la casa, su armario y sus estanterías vacías que yo me negaba a ocupar (se convirtieron en una especie de santuario para recordar las cosas que había perdido) ¿para no olvidarme de lo que tuvimos en el pasado o para imaginarme que él lo volvía a llenar con sus cosas algún día? Y los restos de cosas que sólo usaba mi ex (un bote de salsa o una lata de chocolate a la taza) se burlaban de mí. Aún así, no las tiraba. Las guardaba como si fueran reliquias y dejaba que me consolasen al mismo tiempo que me torturaban. Como el edredón que nos hizo mi abuela por nuestra boda. ¿Regalé, como debía de haber hecho, ese símbolo de confort doméstico que nunca tuvimos? No, me envolvía en él cada noche y lloraba tanto que lo empapaba.
Superando la pena
Me dejé arrastrar por el proceso de tristeza. No todo el mundo estaba de acuerdo con que lo hiciera. Mi médico insistía para que me medicase. "Prozac, Prozac para tu dolor" ¡Has perdido demasiado peso! ¡No deberías sentirte así!? Yo me negaba, aunque seguí su consejo y me compré un batido para empezar a ganar peso. (Me gustó el consejo de la enfermera: "No llores por él" me decía con su acento argentino. "No se lo merece. Cuidate, no dejes que se estropee el cutis por su culpa".) Ese se convirtió en uno de mis mantras: "No se merece que llores por él". Consejo: recurre a los mantras cuando encuentres uno que te funcione.
Algunos amigos me regalaron libros de autoayuda, pequeños discursos acerca del amor y del perdón y soluciones rápidas para "arreglarlo". Cuando miras atrás puedes decir: "Fue lo mejor que me pudo haber pasado". Pero en ese momento, cuando alguien te dice "Cuando una puerta se cierra, otra se abre" lo que más te gustaría es poder darle un guantazo. Como no lo debes hacer, acabas afirmando con tu cabeza al tiempo que te vas quemando por dentro. Ves cómo mueven la boca y cómo brotan sus palabras como si salieran de un bocadillo de un comic.
Sabía que era joven, guapa y que me quedaba mucho por vivir. Pero en ese momento no me lo creía. Tenía que pasar por una etapa de tristeza. Primero pasé la fase de negación: "No digas nada malo de él" les pedía a mis amigos que querían machacar la imagen de mi ex, seguramente porque no quería reconocer que había malgastado todos esos años con él. Después vino mi luto particular: el álbum de fotos de la boda. Primero lloré encima de las fotos, después grité. Lo tiré en un cajón. Lo saqué con cuidado. Después, me dio un ataque de rabia: ¡Le odio! ¡Maldito! Después de eso, finalmente, me di cuenta, gracias a la terapia, de que tenía una segunda oportunidad. Me sentí aliviada. Después fui notando una ligera alegría. Y, finalmente, la felicidad me inundó.