El precio del odio y del perdón
Descubro en mis anotaciones de 1989 unos apuntes de una conversación con J., a quien llamo mi maestro. En aquella época, hablábamos de un desconocido místico llamado Kenan Rifai, sobre el que se ha escrito muy poco.
-Kenan Rifai dice que cuando los demás nos elogian, debemos prestar atención a nuestro comportamiento dice J.-, ya que eso significa que ocultamos muy bien nuestros defectos. Podemos terminar creyendo que somos mejores de lo que pensamos, y de ahí a dejarse dominar por un falso sentimiento de seguridad, que en realidad nos rodea de peligro, hay un paso.
¿Cómo prestar atención a las oportunidades que nos da la vida?
-Si tienes sólo dos oportunidades, aprende a transformarlas en doce. Cuando tengas doce, ellas se multiplicarán por sí solas. Por eso dice Jesús: al que tiene, más le será dado, y tendrá en abundancia; pero al que no tiene, aun lo poco que tiene le será arrebatado.
Es una de las frases más duras del evangelio. Pero con el pasar de los años, he comprobado que es absolutamente cierta. Sin embargo, ¿cómo puede uno reconocer las oportunidades?
-Presta atención a todos los momentos, porque la oportunidad, el instante mágico, está a nuestro alcance, aunque siempre lo dejemos pasar por nuestro sentimiento de culpa. Por lo tanto, no pierdas el tiempo culpándote: el universo se encargará de corregirte, si es que tú no eres digno de lo que estás haciendo.
¿Y cómo me corregirá el universo?
-No será a través de tragedias; éstas suceden porque son parte de la vida, y no deben ser encaradas como un castigo. Generalmente, el universo nos indica que estamos equivocados quitándonos lo más importante que tenemos: nuestros amigos.
Kenan Rifai fue un hombre que ayudó a mucha gente a encontrarse a sí misma, y a alcanzar una relación armoniosa con la vida. Pese a ello, algunas de estas personas resultaron ser bastante desagradecidas, y ni siquiera se molestaron en decir gracias. Sólo cuando se sintieron de nuevo confundidas, decidieron acudir a él otra vez. Rifai volvió a ayudarlas, sin hacer ninguna referencia al pasado: era un hombre de muchos amigos, y los ingratos siempre acababan solos.
-Son bellas palabras, pero no sé si yo podría perdonas la ingratitud con tanta facilidad.
-Es muy difícil. Pero no hay elección: si no perdonas, pensarás en el dolor que te han causado, y este dolor no terminará nunca.
No quiero decir que te debe gustar aquél que te hace daño. No quiero decir que vuelvas a vivir con esta persona. No estoy sugiriendo que la veas como un ángel, o como alguien que actuó inconscientemente, sin intención de herir. Tan sólo digo que la energía del odio no te llevará a ninguna parte; pero la energía del perdón, que se manifiesta a través del amor, conseguirá transformar positivamente tu vida.
-Me han hecho daño muchas veces.
-Por eso llevas todavía dentro de ti al niño que lloraba escondido de sus padres, al niño más enclenque de la escuela. Todavía llevas las marcas del niño flacucho que nunca enamoraba a las chicas, que jamás destacó en ningún deporte. No has logrado restañar las heridas de las injusticias que han cometido hacia ti a lo largo de tu vida. Y así, ¿qué has conseguido?
Nada. Absolutamente nada. Sólo un deseo constante de sentir piedad de ti mismo, porque fuiste víctima de los que eran más fuertes que tú, o de actuar como un vengador presto a herir a quien te ofendió. ¿No crees que estás perdiendo el tiempo?
-Creo que es humano.
-Por supuesto que es humano. Pero no es inteligente ni razonable. Ten respeto por tu tiempo en este mundo, recuerda que Dios siempre te ha perdonado, y perdona tú también.
Después de esta conversación con J., que tuvo lugar poco antes de mi viaje para pasar cuarenta días en el desierto de Mojave, en los Estados Unidos, empecé a entender mejor al niño, al adolescente, al adulto herido que había sido un día. Una tarde, yendo del Valle de la Muerte (California) hacia Tucson (Arizona), hice mentalmente una lista de todas las personas a las que pensaba que debía odiar porque me habían hecho daño. Fui perdonándolos uno a uno, y seis horas después, en Tucson, mi alma se sentía más leve, y mi vida cambió para mucho mejor.
Paulo Coelho
Saluditos a todas!
Clau