Érase una vez un hortelano. Un hortelano, en aquel tiempo, no era gran cosa. Los caballeros que sólo viven para la caza, los clérigos y monjes, que comen buen pescado, los comerciantes, los artesanos e incluso los labradores, lo miraban con desprecio. A nivel más bajo que los hortelanos, sólo estaban los pastores, que viven en la soledad y sólo hablan con su rebaño. No podían entender que cultivar un huerto fuera un verdadero oficio, por lo simple que parece conseguir que crezcan las plantas de Nuestro Señor. Y sin embargo, ¡la de cosas que ha de saber un hortelano!, ¡cuán atento, paciente y hábil no ha de ser!
El hortelano del que os hablo era pues un hombre de poco, pero conocía su oficio como nadie. Sus habas y sus coles, sus puerros y sus espárragos eran tiernos y primerizos, sus árboles, injertados y podados con habilidad, producían en abundancia frutos sabrosos, manzanas y peras, ciruelas y cerezas, membrillos y nísperos, e incluso unos frutos raros, delicados y dorados, que los peregrinos que volvían de Tierra santa hacía poco habían traído de tierra sarracena y llamaban en esa lengua albaricoques. El país de los sarracenos es muy cálido y resulta difícil aclimatar en nuestras regiones el árbol de los albaricoques, conseguir que maduren, protegerlos de las heladas en tiempo de la luna de abril. Nuestro hortelano sabía hacerlo de maravilla. Venían de muy lejos para saborear sus albaricoques. Y su huerta producía también hierbas, todas las hierbas olorosas que hacen deliciosas las salsas, todas las que curan enfermedades y devuelven la salud: la albahaca y la mejorana, la ruda y el apio, el anís y la salvia, la menta y el eneldo.
Día tras día, el hortelano ganaba así su vida vendiendo productos de su huerta. Su vida y la de los suyos, porque tenía mujer e hija. Pero no sólo daba para vivir su familia. No sólo ganaba su vida de este mundo. Ganaba también la vida del otro mundo, la verdadera, la que no termina nunca. Porque de sus ganancias, sólo se quedaba la mitad. El resto, diariamente lo daba a los pobres. No hacía alarde de esa caridad. No era como los hipócritas que van tocando la trompeta delante de ellos cuando distribuyen limosnas. Nadie sabía que obraba así, sólo él y su mujer.
Ella no estaba de acuerdo. Un día se lo reprochó. ¿No se debía primero a su familia?, ¿por qué distribuía entre desconocidos la mitad de lo que le correspondía? El hortelano repuso que no carecían de nada y que la mitad de sus ganancias alcanzaban para su subsistencia. Por ello estaba orgulloso: era hombre de poco y tenía un oficio humilde. Pero ese oficio lo dominaba tan bien que sacaba de él el doble de lo necesario.
- El doble de lo necesario!, repuso indignada su mujer. ¡Quieres decir que lo que nos dejas nos permite vivir al día! Pero ¿no tenemos derecho a la pequeña holgura que nuestras ganancias nos permitirían disfrutar? No me refiero a mí, pienso en nuestra hija. Sin duda no la ves cómo crece. Ya es una joven. ¿No tiene derecho, como las otras, a tener un vestido nuevo para la misa del domingo, una cinta para el sombrero, quizá un alfiler para su abrigo o un broche de plata? No por coquetería ni frivolidad. ¿Cómo casarla, si nadie se fija en ella siendo como es de poca apariencia y miserable? Y si te pones enfermo, si tuviéramos un accidente, ¿qué sería de nosotros? No tenemos nada ahorrado para el mañana. Tendríamos que salir por los caminos y mendigar nuestro pan. Tú, que te enorgulleces de tus limosnas, a costa nuestra te compras un lugar en el paraíso y no piensas en nosotras. Tu caridad es la de un egoísta.
Lo dijo de tal manera que consiguió convencer a su marido. Era un hombre simple, se fiaba de ella y la temía. Le prometió que en adelante pensaría en el futuro, ahorraría como debe hacer un buen padre de familia y renunciaría a sus abundantes limosnas. Lo cumplió y rápidamente se hizo rico.
Pero he aquí que un día mientras layaba un bancal para plantar acelgas, sintió en el pie un dolor tan intenso que tuvo que interrumpir el trabajo. ¿Cómo layar cuando duele el pie derecho, el pie que lleva todo el peso del cuerpo para apoyarlo sobre el hierro de la laya y clavarlo en la tierra? Al cabo de un rato, el dolor se calmó y siguió layando. Pero el dolor se repitió por la tarde, mientras llevaba pesados cubos de agua para regar la huerta. Al día siguiente por la mañana, se despertó con el dolor. Al poner el pie en el suelo se le escapé un grito. Sin embargo fue a trabajar en su huerto, pero no pudo hacer la mitad del trabajo. El dolor era constante. Había momentos en los que el dolor era sordo y apagado, en otros era agudo. Imposible apoyarse en el pie derecho. Con ramas de avellano se hizo una muleta que le permitió renquear de un sitio para otro. Pero sus desplazamientos eran lentos y los movimientos torpes.
Al día siguiente, no pudo levantarse. El pie derecho estaba hinchado hasta el punto de doblar en volumen al otro. Pronto se le cubrió de llagas y supuró desprendiendo un olor infecto. Le ardía, y la fiebre se extendió a todo el cuerpo.
Pasó una semana. Había que vivir con las economías de la casa. La mujer del hortelano estaba satisfecha de su previsión. ¿Que habría sucedido si su marido hubiese seguido distribuyendo a los pobres la mitad de sus ganancias? Sin aquel ahorro, no habrían podido sobrevivir un solo día. ¡Lástima no haberle sermoneado mucho antes! Pero el ahorro decrecía rápido. ¿Se agotaría antes de que el enfermo se restableciera?, ¿y si no se ponía bien? Había llamado a un médico. Cobraba caras las visitas, y más caras aún las decocciones y los ungüentos. ¡Para nada!
Una tarde, después de destapar el vendaje, el médico movió la cabeza. La gangrena avanzaba. Al día siguiente por la mañana, tan pronto amaneciera, tendría que cortarle el pie enfermo. En el sopor de la fiebre y del sufrimiento, el hortelano lo oyó. ¡Perder el pie! Ya no podría layar, ya no podría trabajar la tierra. Adiós huerta. ¿De qué vivirían? No sabía otro oficio.
Las horas de la noche pasaron lentamente. El hortelano no podía dormir, por la preocupación y por el sufrimiento. A veces le dolía tanto que perdía la conciencia. Después el mismo dolor le despertaba como una bofetada, le devolvía la conciencia. ¡Le devolvía la conciencia! La conciencia le atormentaba tanto como el pie.
-Los pobres de Dios que podía haber ayudado tienen hambre desde que les falta mi limosna. ¡Qué mirada la suya cuando pasaban por el camino! Yo me inclinaba sobre la tierra, sobre las plantas, para no verles. Me maldecían, seguro, y tenían razón. Gritan a Dios contra mí, y cuando un pobre grita, Dios lo escucha. Dios los ha escuchado. ¿De qué me han servido los dineros que eran toda su subsistencia y que les negué? No me impedirán ir a juntarme con ellos con mi mujer y mi hija, pobre hija. No me impedirán tener que ir a mendigar enseñando a los transeúntes el muñón de mi pierna. ¡Si es que puedo! Cortar un pie es algo serio. Si muero, ¿de qué vivirán las dos? No les quedará más que mendigar o vender sus cuerpos.
Se froté los ojos para apartar el sudor y las lágrimas, y junté las manos:
-Qué pecado el mío!, ¡qué locura fiarme de mí mismo y de mi dinero para protegerme contra el mañana!, ¡ qué prudente era, cuando día a día mi única preocupación era hacer la voluntad de Dios, cuando me fiaba de él en todo y me despreocupaba del mañana!
Dios mío, si me curo del pie, si quedo sano, si puedo volver a ser el buen hortelano de antes, ¡ trabajaré con toda el alma para los pobres y para los míos!, ¡con qué alegría daría a los pobres, como antes, cada día la mitad de mis ganancias!.
Poco después, se durmió de agotamiento. Pero la oración lo acompañaba dormido, la repetía como soñando, y como sonando le parecía oír una voz que le respondía y aceptaba su arrepentimiento.
Se despertó con el alba. El dolor había desaparecido. Se sentó en la cama, apartó la manta. El pie tenía el tamaño normal. Con mil precauciones, lo puso en el suelo. Soportaba su peso sin doblarse ni dolerle. Se quitó las vendas. Gangrena, llagas, todo había desaparecido. Se vistió sin hacer ruido, para no despertar a su mujer y a su hija, y salió al huerto. Nunca lo había encontrado tan delicioso. Ciertamente se le encogió el corazón al verlo tan abandonado. Crecían las malas hierbas en medio de lo plantado, las lechugas habían crecido, la tierra reseca tenía sed. Pero el aire olía bien a tierra y a rocío. Delante de la casa, las pequeñas rosas pálidas que a su hija tanto le gustaban, perfumaban el ambiente. Empuñó su laya y reemprendió su trabajo donde lo dejara.
Estoy seguro de que, como la mujer del hortelano, estáis preocupados por el porvenir de la hija. Os equivocáis. Estaba tan bonita con su vestido usado, sin lazos ni alhajas, que un caballero se enamoró de ella y se casaron. [2]