Leyendas de semana santa.
Virgen de Zamarrilla:
Reinando Carlos III, una banda de malhechores asolaba los términos de Ronda. Capitaneaba la partida, un vecino de Igualeja, Juan Zamarrilla de nombre, bandido generoso que repartía entre los pobres el producto de sus rapiñas, reservando una parte, para lucimiento propio y de su cuadrilla, que llegó a reunir cincuenta hombres. Gustaba gastar los "cuartos" en cosas de lujo y capricho. Armas finamente cinceladas, costosas sedas, mantas de vivos colores que terciaban sobre sus cabalgaduras como buenos bandidos de un romancero de 1800.
Eran tan audaces, que extendieron sus correrías, hasta las mismas puertas de Málaga, a donde llegaba el vistoso escuadrón, con Zamarrilla al frente, llevando el capitán un sombrero de muchas alas y elegante penacho, distintivo de su jerarquía.
Organizaron las autoridades la persecución en regla de los bandidos y llegó el día en que, muertos o huidos sus hombres, quedó deshecha la partida. Y el que fuera su arrojado capitán, acorralado, hubo de ocultarse en las cercanías de la ciudad, a la espera de la ocasión propicias para entrar en ella.
Una tarde, seguido de cerca por los arcabuceros huye por el llamado Camino de Antequera, y viéndose perdido, busca refugio en una pequeña Ermita, donde se venera la Imagen de la Virgen de la Amargura.
Corren ls soldados a cubrir la salida y los alguaciles se aprestan a detenerle. Zamarrilla, solo en la ermita, angustiado, mira a Nuestra Señora, implorando su protección... Y tomando una rápida decisión sube al camarín y se oculta bajo el manto grana de la Virgen.
Cuando los alguaciles y corchetes abandonan la Ermita, tras infructuosa búsqueda, sale Zamarrilla de su escondite. Tranquilizado el ánimo, quiere dejar a su Salvadora una ofrenda que recuerde la merced recibida. Y hallando en el zurrón una hermosa rosa blanca, que desgajó al pasar por un sendero, se acerca a la Imagen, y con mano trémula le clava la blanca flor en el pecho, utilizando como prendedor su propio puñal.
De rodillas, ante el altar, reza con fervor el bandolero. Y sus ojos, llenos de lágrimas, contemplan atónitos el prodigio.
"Los lindos pétalos blancos
que armiño y nieve semejan
se han teñido de carmín
cual si tintado se hubiera
con la sangre que María
vierte por las culpas nuestras"
Zamarrilla, arrepentido de sus pecados, entró en un monasterio antequerano, donde vivió dedicado a la devoción y a la penitencia.
Una vez al año, cumpliendo promesa, dejaba el monje Zamarrilla su agreste retiro para venir a la Ermita y orar ante la Virgen. Nunca olvidó el antiguo bandido el suceso de la conversion. Y al cruzar los jardines de Teatinos, floridos en la primavera, suplicaba la limnosna de una rosa encarnada que depositaba como recuerdo entre las rosas del mismo color que nunca faltan a los pies de la Imagen.
Un año, cuando se encontraba cerca de la Ermita, ya anochecido, le cortó el paso un salteador, con la intención de robarle. Viejo, pero aún fuerte, Zamarrilla, resucitando antiguos bríos, lucha con el bandido y opone resistencia. Y el malhechor, furioso por la equivocación y la inesperada defensa, saca una daga y le hiere cobardemente. Caído sobre el polvo del sendero, sintiéndose morir, Zamarrilla reza a la Virgen, su bienhechora de la Ermita que divisa entre la arboleda. Y sin fuerzas, levanta un brazo en cuya abierta mano palpita la rosa encarnada de la ofrenda como si fuera el corazón del moribundo.
Y florece de nuevo el milagro. Nuestra Señora se aparece y está frente al monje, sonriéndole dulcemente. Si antes quiso su conversión y arrepentimiento, ahora perdonado, le abre de par en par las puertas del Cielo. Zamarrilla, absorto, vé como la flor roja que sostiene en su mano va quedándose blanca como si de ella saliera la sangre que escapaba por la enorme herida de su pecho. Y habiéndose salvado para la vida eterna, se siente inmensamente feliz.
Al amanecer, unos labriegos, hallaron al borde de un camino próximo a la Ermita, el cuerpo sin vida de un anciano. Vestía un tosco sayal de penitente y no le notaron señal de violencia ni herida alguna. Pero a todos sorprendió la dulce sonrisa que florecía de sus labios. Y una vez al año, algunos fieles devotos de la Virgen, afirman, que han visto en la Ermita, entre las flores rojas que cubren el camarín de la Virgen de Zamarrilla, una rosa de extraordinaria blancura, que nadie sabe como llega hasta allí.
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Espero que os haya gustado.
Besitos
Ayalgga
Ver también
Otra
Nuestro Padre Jesus El Rico:
Fue durante el Reinado de Carlos III. Consecuencia de una época de austeridades y penurias, se declaró en la ciudad una terrible peste. Los enfermos se amontonaban en asilos y hospitales; las gentes morian en las calles contaminadas por el horrible mal; las familias enteras caían para siempre, sin encontrar una mano amiga que les prestara auxilio, en sus propios hogares.
La ciudad permanecía silenciosa y desierta; y al estruendo del mar de continuo bronco y agitado, se unía el de las campanas de la Catedral y de los innumerables templos que clamaban de día dy de noche por los agonizantes.
La peste, al igual que en otras agrupaciones de ciudadanos hizo acto de presencia en la cárcel; los reclusos encendidos de amora y de fe, percibiendo en donde podían hallar remedio para tamaña desventura, acogieron con entusiasmo la idea, concebida por uno de ellos, de sacar en procesion la imagen del Nazareno que se venerava en el inmediato convento, seguros de que con ello atraerían la proteccion del Cielo sobre la Ciudad.
Pero la autoridad permaneció indiferentea la suplica y el ansiado permiso les fue denegado.
Entonces, enardecidos de fe, se sublevaron, en una sublevacion silenciosa, que se redujo principalmente a hacer ineficaz la custodia de los guardianes. Fantasmas de sí mismos, a quienes el delito mantenía al margen de la sociedad, sin despojarse de los grilletes y cadenas, salieron a la calle, se trasladaron a la inmediata iglesia, se apoderaron dela imagen de Jesus El Rico conservada en su capilla y, en su divina locura, la llevaron en triunfo por los lugares mas afectados por la epidemia.
Finalizada la procesion, devolvieron la imagen a la iglesia y, acompañados de un público que les contemplaba absorto, contritos y reverenciosos, tornaron a la cárcel sin que ni uno solo se hubiese aprovechado del suceso para huir.
La ciudad entera fue testigo del prodigio, y de que la epidemia que amenazaba con acabar con la vida de todos, repentinamente desapareció.
El Rey Carlos II concedió la prerrogativa que cada Miercoles Santo, un preso quedase en libertad.
Esta tradicion dura hasta nuestros días. En la noche del Miercoles Santo, Nuestro Padre Jesus el Rico, concede la libertad a un preso, el cual le acompaña durante toda la procesion en señal de agradecimiento.