Cuando tenía 14 años estudiaba danza en una escuela de Merlo, provincia de Buenos Aires. Se acercaba una competencia muy importante y era común que nos quedáramos después de hora con mi compañera a seguir ensayando. La jornada de clase ya había terminado así que podíamos quedarnos solas y disponer del tiempo suficiente para repasar una y otra vez las rutinas. Recuerdo que la puerta que unía el vestuario con el estudio había quedado abierta y que vimos pasar por ahí a un señor mayor, de contextura grande y vestido de camisa blanca y pantalón marrón. Nos miramos entre nosotras extrañadas porque teníamos entendido que a esa hora ya no iba a haber nadie. Luego de un par de minutos nos dimos cuenta que habíamos quedado sugestionadas por la presencia de aquel hombre y como ya era medio tarde decidimos emprender la vuelta a casa. Al día siguiente, y luego de hablar con otras compañeras que también lo habían visto en otras oportunidades, decidimos contarle lo que pasó a Cristina, nuestra profesora. Lejos de sorprenderse, nos pidió que se lo describiéramos. Cuando terminamos de explicarle, sonrió tiernamente y nos contó —con toda la naturalidad— que el señor que habíamos visto deambulando era su padre, quien había fallecido 20 años atrás y que iba a visitarla de vez en cuando. A pesar de que nos dijo que no nos preocupáramos, nunca más volvimos a entrenar solas.